Mi primo Wong, el chino feliz de Chinatown, mandó a buscarme a la oficina que había habilitado en la Union Square de San Francisco, donde viviría en tanto durase el caso del pelotari/cocinero desaparecido una noche de bruma en el barrio de Castro. La última vez que le vieron iba con la txapela de campeón del Santo Cristo de Otadía envuelto en una bandera arco iris y montado en un carro de hipermercado que empujaba un homeless de Arlington, Virginia. Tras llegar a Misiones desaparecieron misteriosamente.
Mi nombre es Chu Alai, mi anterior trabajo lo desempeñé como intendente del frontón de Macao, por eso me llaman así, con ese nombre mezcla vascomandarín. Un cabrón cestapuntista de Berriatua me bautizó de esa manera, con esa socarronería aldeana que destilan en su País Vasco naif –tipo Darío de Regoyos–. En la actualidad me dedico a resolver entuertos detectivescos en cualquier lugar del mundo. Allá donde exista un misterio por desfacer allá que me voy. Mi red de familiares repartidos por los chinatowns del mundo hace posible que no me falte trabajo.
Hoy el dragón multicolor que celebraba el nuevo año chino me ha metido una hostia cuando cruzaba la calle sin mirar. He caído de bruces frente a las imitaciones de los Pierre Cardin de Deng Pong y he acabado con la cabeza en el caldero lleno de agua donde flota una rana de plástico, y que dispone Deng para atraer la suerte hacia su negocio. Luego ha llegado el Cable Car (esa especie de tranvía de Frisco en cuesta que sale en muchas películas de Hollywood) y casi me destripa, menos mal que el afroamericano que lo manejaba con una especie de palanca de hace un siglo, lo ha frenado en seco y ha tocado la campanilla fervorosamente como si estuviera en un servicio religioso dominical en Harlem. Me ha recordado la película el Héroe del Río (ya sé que es una película muda de Buster Keaton pero yo siempre me la he imaginado con sonidos de sirenas de tren y campanas de bomberos voluntarios). Acto seguido han saltado los japoneses –Canon/Nikon en ristre– y me han acribillado a instantáneas digitales. Ya se las mandaremos en jpg por e-mail. OK, sayonara.
Como desde la casa de mi primo Wong hasta el muelle sólo hay una larga cuesta abajo me he ido para allí andando, a ver si me espabilaba del percance con la palangana de la suerte. En la bahía que dibuja el Pacífico y que sonorizan los leones marinos en celo, al fondo, emerge la cárcel-isla de Alcatraz, allí las olas te recuerdan que la escapatoria no existe y que uno siempre regresa al lugar del crimen, donde te cazará el Karl Malden de turno y te empapelará para el corredor de la muerte. Eso es lo que siempre afirmaba Ted Douglas, el alcaide que te agarraba de las pelotas nada más llegar preso a Alcatraz, recordándote que pertenecía a la Asociación Nacional del Rifle por si a alguno se les ocurría escapar con Clint Eastwood.
La brisa de la bahía era fresca y la aprovechaban balandros de vela patroneados por yuppis pasando la tarde. Uno de ellos era el director comercial de una empresa informática de Palo Alto (Silicon Valley) al que conocía mi primo Wong de trapichear con él camisetas de la Universidad de Berkely, falsas por supuesto. Junto a mí, familias chinas se afanaban en pescar los famosos cangrejos de mar de la bahía con un inmenso retel al que habían enganchado grandes trozos de pollo y pavo como cebo. Me sequé las gotas de sudor que me caían debajo del sombrero de fieltro, acaricié mi bastón y me preparé para contemplar la puesta de sol entre los arbotantes del Golden Gate.